viernes, 9 de mayo de 2008

Alimentos, ¿escasez de oferta o codicia?

A raiz del post sobre el derecho a la información, nuestra amiguita Ana ha querido contribuir al debate con una interesante reflexión que por su calidad merece un sitio autónomo y no quedarse escondido en los comentarios.

Según el Banco Asiático de Desarrollo, más de 1.000 millones de personas están en riesgo de sufrir hambrunas y malnutrición en Asia por el encarecimiento de productos básicos como el arroz, es decir, una de cada seis personas en el mundo.

El precio de dichos productos seguirá aumentando por diversos factores, entre ellos, el aumento de la demanda. Un aumento de la oferta contribuiría a reducir el precio y salvaría vidas.

Ante esta desoladora realidad, se incide en las bondades de los cultivos transgénicos, que, al ser más productivos y ahorrar superficie, permitirían aumentar la oferta mundial de alimentos. Por tanto, el cultivo transgénico contribuiría a evitar la vergüenza de asistir al atroz sufrimiento de un sexto de la población mundial, mientras nuestras neveras rebosan de alimentos que conforman nuestras carnes fofas (menos mal que para combatir la flacidez siempre nos quedará Corporación Dermoestética, que ha visto el filón).

Se me ocurren varias cosas:

El impacto de los transgénicos sobre la salud se desconoce. Los defensores insisten en que no hay riesgo, los detractores en que sí, pero ninguna de las dos visiones se funda en certidumbres. Yo me andaría con cautela, pues saber que una planta lleva incorporado un gen intruso resistente a un herbicida que arrasará con las malas hierbas, u otros que espantan a las langostas o a los topillos, me suena raro. En todo caso, aunque nos hagan daño, seguro que no acaban con la especie humana, por eso de que mala hierba, nunca muere.

El impacto medioambiental es más evidente: con la polinización, el gen díscolo puede escaparse y contaminar a otras plantas que, a partir de entonces, se transmutarán y también serán resistentes al herbicida repudiado. En cuanto a las plagas de ortópteros y roedores, ya encontrarán la forma de seguir hincando el diente al radiante maíz y, entretanto, se cebarán con los granos tradicionales para aflicción de los ecologistas.

Todas las semillas transgénicas están patentadas, es decir, las empresas que las inventan gozan de derechos exclusivos por un periodo limitado de tiempo (generalmente, 20 años). La patente les garantiza el monopolio de explotación. En suma, solo podrán acceder a las semillas quienes puedan pagar por ellas y por su correspondiente “paquete tecnológico” (el herbicida que resisten). ¿Puede hacerlo un campesino filipino o uruguayo? Es más, si el agricultor tradicional no se anda con ojo, puede que sus plantas muten y encima le demanden por usar la modificación genética sin el beneplácito de sus artífices. Cosas vederes, amigo Sancho...

A mí todo esto me huele a chamusquina. ¿Realmente es necesario aumentar la oferta? Basta con mirar a nuestra ahíta sociedad occidental para ver que nos pudrimos en la abundancia, mientras los otros se mueren en la más absoluta miseria. Y encima somos tan ruines que, por no renunciar a un ápice de nuestro mórbido bienestar, asentimos prestos a los que intentan convencernos de las bondades de su negocio mientras se frotan las manos. Cuidado con la codicia.

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